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Salir de la grieta para cuidar la democracia | lapalabradeberazategui.com.ar

¿Será la profecía autocumplida del ciclo económico y político que repite nuestra historia: del populismo al liberalismo? ¿se viene un tiempo nuevo? ¿de verdad está en juego la república?
Atrapados en la “grieta”, el desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de nosotros y parte del nosotros. El desafío es cuidar la democracia. Este reto interpela a todas las democracias y no es un fenómeno rioplatense. El problema de la polarización está en la dosis. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación; pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla. Así lo señala el politólogo argentino Andrés Malamud en un análisis extenso, que repasa las variantes del mejor sistema de organización política de occidente.
Los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias, reflexionan “la polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no solo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y, de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos”.
Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados de abandonar la contención e intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego.
Hoy en las democracias latinoamericanas el sentido común y la investigación académica coinciden en una cosa: la economía es el principal determinante de los resultados electorales. Se parece mucho a lo que vive la Argentina por estos días. Así como la recesión favorece a la oposición, el crecimiento económico favorece al gobierno porque los electores lo responsabilizan por el desempeño. En países como el nuestro, donde la economía depende de factores externos, la popularidad de un presidente y sus chances de reelección dependen también de dos variables que le son ajenas: el precio de los recursos naturales y la tasa de interés internacional.
El precio de los recursos naturales determina el valor de las principales exportaciones de estos países y es fijado sobre todo por el crecimiento de China. La tasa de interés determina la disponibilidad de capitales para la inversión extranjera y es fijada sobre todo por el Banco Central de EEUU.
Un estudio de los politólogos brasileños Daniela Campello y Cesar Zucco demostró que en América Latina, cuando los recursos naturales están caros y las tasas de interés bajas, se reelige a los presidentes; cuando se invierte la relación, la oposición triunfa. Esta dinámica tiene efectos negativos sobre la democracia, porque buenos gobiernos pueden ser expulsados por culpa de los malos tiempos, mientras que malos gobiernos se mantienen en el poder gracias a vientos que no generaron. Probablemente, la salida para este dilema de la democracia no sea mejor información política, sino más desarrollo económico.
Quizá sea una generalización simplista y seguramente hay mucho más en juego. Podemos votar con enojo, votar con el bolsillo, votar por ideología, por afecto, lo que no deberíamos nunca es aceptar que se cuestione esa decisión y mucho menos de parte de quienes nos gobiernan. Esa actitud sólo hará que no nos sintamos respetados ni tenidos en cuenta. Y eso apunta directamente al corazón mismo de la democracia.

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