Estuvo en el Club Social desde antes que cumpliera los 18 años, allí jugó al básquet como defensor junto a otros jóvenes berazateguenses que le ponían calor a los clásicos, con el equipo del Club Deportivo. También entrenaba en el Club de Paleta de Ranelagh y fue un miembro activo de la Parroquia Sagrada Familia. Todo eso y más, en una única persona, Horacio Piccinini. Este hombre que la semana pasada causó una gran tristeza con su partida. Con una humildad enorme, jamás pretendió homenajes pero con 87 años seguía tan activo como podía. Vivió siempre en la misma cuadra donde nació, en la calle 15 entre 149 y 150.
Sus padres eran dos inmigrantes italianos que llegaron de Le Marche después de la primera guerra. Su papá, tíos y primos fueron obreros de Rigolleau, su tío Octavio Piccinini fue un gran químico de la empresa que le dio prestigió a la firma.
Su fallecimiento causó una honda consternación por ser un baluarte de su generación, de esos que ya casi no existen. Marcó la historia del Club Social Berazategui, estando en el lugar como vicepresidente por muchísimos años. Incluso hace un tiempo, el actual presidente de la institución, Fernando Pérez, decidió hacerle un regalo en vida y resaltó su figura en el aniversario de la entidad, bautizando el salón de reuniones con su nombre.
Según nos contaba hace unos pocos meses, cuando lo entrevistamos para el anuario, Horacio estuvo a punto de entrar a trabajar en Rigolleau, pero finalmente se dedicó a la docencia. Estuvo en el laboratorio del Colegio Nacional de Quilmes, durante 41 años- había hecho dos años en la carrera de Farmacia pero la materia Química Orgánica lo acobardo, por eso desistió y siguió por otros rumbos-.
Además, trabajó 12 años en la municipalidad de Quilmes y 24 en la Berazategui, en el área de Asesoría Letrada y como director de personal. En 1991 finalmente se jubiló y decía estar “jubilado de la jubilación”.
Entonces recordó que cuando comenzó a frecuentar “el Social” colaboró en todo lo que pudo, hizo de mozo, limpio pisos, mantenimiento. Y allí se relacionó con otros grandes personajes de la comunidad, como Amor Ameal, Roberto Lacquinitti, Julio Giacomini y Juan José Abrami, que fueron sus grandes amigos y con quienes hoy deben estar festejando desde arriba, juntos otra vez.
Su época en el básquet fue muy importante. Además de ser jugador, llego a ser juez internacional y dirigir partidos memorables. Participó de campeonatos provinciales e internacionales. Escribió en el diario El Sol sobre esta disciplina y se preocupó por mejorar cada una de las entidades en las que estuvo, sin retribución alguna.
Antes de los 21 ya era secretario del Club Social y desde entonces participo de todas las comisiones, como hombre de confianza, honesto y “buen compañero”, según los comentarios de todos los que lo tuvieron como parte de su equipo.
Siempre valoró la inauguración del Hospital Evita Pueblo, y recordaba que había sido el intendente Rodolfo Spadaccini -de quien Horacio fue colaborador- el que había comprado las tierras para construir el actual centro de salud.
Su vínculo con la Parroquia Sagrada Familia, patrona de Berazategui, también tiene muchos años. Ayudo, con un grupo de vecinos a la construcción del hermoso edificio, su hermosa cúpula, la casa parroquial… hacían rifas de automóviles para conseguir fondos, encuentros y todo tipo de actividades para llegar a la iglesia que hoy tenemos. Allí mismo se casó con Anabel Hilda Fernández, bautizaron a sus hijos y a todos sus nietos.
Con su esposa, que lo cuidó hasta el final, -“una artesana de pura cepa” así la describía- convivió 57 años. “Es una compañera fenomenal, una artesana fantástica que sigue aprendiendo todos los días. Es fabulosa” dijo esa última vez que lo entrevistamos.
Horacio se fue de la misma forma que vivió, habiendo cumplido con todas las metas que se propuso, imaginamos, fue otro luchador que marco, sin duda, la historia del distrito.
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