Sin libertad de prensa y un periodismo responsable, los argentinos no hubiéramos conocido nunca la venta de armas a Ecuador que llevó al presidente Carlos Menem a ser condenado por la Justicia. No hubiéramos sabido tampoco sobre la corrupción en los gobiernos kirchneristas ni se habrían destituido jueces por connivencia con el narcotráfico.
Asistimos en estos tiempos a una violenta arenga contra el periodismo por parte del presidente Javier Milei. Una arenga pública y explícita. En actos públicos. En entrevistas con periodistas que exhiben una indulgencia llamativa cuando lo entrevistan. Y por supuesto a través de sus redes sociales. Una agresión permanente hacia quienes son críticos de la situación del país y de su gobierno.
La preocupación fue señalada por los mismos periodistas que Milei agrede así como por instituciones como la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA).
Ambas expresaron su preocupación sobre la gravedad de estas agresiones. Para FOPEA “se cruzó un límite de consecuencias impredecibles”. “Arengar a la gente a insultar públicamente a periodistas no es solo una manifestación de intolerancia, sino una estrategia que socava los principios democráticos”.
Se requiere con urgencia una convivencia pacífica, con respeto y tolerancia. Estas agresiones ponen en cuestión y avanzan sobre derechos fundamentales protegidos por la Constitución, las leyes vigentes y pactos internacionales a los que ha adherido la República Argentina.
El aliento por parte del primer mandatario a sus seguidores para que insulten a periodistas, como sucedió el sábado último, se asemeja a hechos ocurridos en la historia reciente bajo otros gobiernos, como la incitación a escupir periodistas en la gestión de Cristina Fernández de Kirchner, sobre los que FOPEA expresó oportunamente su rechazo y preocupación.
A todo funcionario público, el cargo le impone la obligación de respetar los derechos y libertades de los ciudadanos. Ese mandato es aún mayor para quienes ocupan los más altos cargos y por ello los presidentes tienen, el deber y la responsabilidad de respetar el disenso y la crítica más dura, ya que la democracia y el juramento que hicieron así lo exigen.
Las voces del Estado no se pueden permitir ser el punto de inicio o generar un ambiente permisivo a las violencias.
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